Alejandro Samper

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En contravía

Dos hechos relacionados con el consumo de sustancias intoxicantes me llamaron la atención esta semana. El primero fue un concurso de quién bebía más botellas de aguardiente en un bar de la Costa Atlántica. El segundo, Ángela Kennecke, la presentadora del noticiero del canal estadounidense KELO-TV, habló al aire sobre la muerte de su hija por sobredosis de fentanilo.
En el primero, dos hombres resultaron en cuidados intensivos porque, como lo reportó Noticias Caracol, se bogaron cuatro medias de aguardiente cada uno. En el segundo, la hija de la periodista se suma a la preocupante cifra de muertes relacionadas con medicamentos cuyo contenido principal es el fentanilo (un opiáceo analgésico); pasaron de cero en 1999 a 29.406 en el 2017 en los Estados Unidos, de acuerdo al informe anual del National Institute on Drug Abuse (NIH).
En ninguno de los casos vi que las autoridades -colombianas y estadounidenses- salieran a pedir la prohibición del alcohol y el cierre de estanquillos y bares, o sanciones a las casas farmacéuticas que, mediante agresivas y bien remuneradas prácticas dentro del gremio médico, impulsan el uso de estos medicamentos altamente adictivos. Tampoco vi a congresistas de ambos países pedir que se cerraran las empresas licoreras o fumigaran con glifosato los cultivos de amapola que GlaxoSmithKline y Johnson & Johnson tienen en Tasmania o España. Y ni a los borrachos del concurso ni a Emily, hija de Kennecke, los calificaron de “degenerados” o “viciosos”, como suele suceder con los consumidores de estupefacientes.
No pasa nada de eso porque tanto el alcohol como las farmacéuticas son productos y empresas legales. Pagan impuestos. Son reguladas por instituciones estatales. Tienen rigurosos procesos de calidad. Nada de esto sucede con la marihuana, la cocaína o la heroína porque son ilegales gracias a ese embeleco en el que nos metieron desde 1971 Richard Nixon y el Departamento de Estado gringo con su guerra contra las drogas. Un conflicto tan inútil como violento.
Como lo mencioné hace dos semanas en este mismo espacio (Hora de dejar la traba, https://bit.ly/2NIBBQh), ya es momento de dejar de satanizar las drogas prohibidas, sus consumidores, cultivadores, traficantes y repensar el modelo.
En un artículo publicado por el portal económico mexicano El Financiero, se muestra el potencial de los cultivos de amapola (https://bit.ly/2QslV2d). “Tasmania produce 12 mil millones de dólares anuales de analgésicos opiáceos; a nivel mundial, cultiva 85% de la tebaína, toda la oripavina y una cuarta parte de la morfina y la codeína”, registra. Algo que preocupa, no porque estén produciendo una sustancia que está contribuyendo al incremento de muertes por sobredosis de fentanilo en los Estados Unidos, sino porque de haber una plaga que acabe con las plantas, las empresas farmacéuticas se verían en serios problemas para producir sus analgésicos, como lo señaló en su momento Steve Morris, director general de opiáceos para GlaxoSmithKline.
Canadá se mueve fuertemente en el mercado del cannabis medicinal y recreativo. Semanalmente veo cómo empresas canadienses invierten en este negocio, con cifras de millones de dólares (esta semana la firma Khiron Life Sciences Corp. hizo un negocio en Colombia por 12.93 millones de dólares). Y en Bolivia cultivan coca de manera legal y lo que hagan con la hoja quienes la compran a precios regulados por el Gobierno (desde narcotraficantes hasta Coca-Cola) ya es otro cuento, siempre y cuando no lo hagan en su territorio.
Pero Colombia insiste en decomisar y sancionar la dosis mínima. En fumigar los cultivos ilícitos con una sustancia cancerígena, sin importar las advertencias de la Organización Mundial de la Salud. En erradicar hasta la última mata, como sucedió el 19 de noviembre de 2006 cuando el entonces ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, arrancó la última planta de amapola de Colombia, que estaba en una loma de Túquerres (Nariño).
Y en las últimas semanas comenzó una agresiva y alarmista campaña en contra del consumo de las drogas. Hasta con Alka-Seltzer nos quieren decir que estamos enviciados, a pesar de que las cifras mostradas por fuentes confiables (lean este informe de La Silla Vacía: https://bit.ly/2xc0Xga) indican que el consumo de sustancias psicoactivas en todo el mundo - Colombia incluida - se mantiene estable o ha disminuido en los últimos años.
Pero insistimos en ir en contaría de las evidencias y las tendencias globales. En dejarnos manipular por políticas externas y retrógradas. ¡Pendejos que somos! Fomentamos concursos de beber aguardiente hasta matarnos (80 mil muertos al año por consumo de alcohol en Latinoamérica, según la OMS), mientras que la NIH señala que nunca se han registrado muertos por sobredosis de marihuana.