Alejandro Samper

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Partes desconocidas

De las cosas que más me golpearon este año fue la desaparición de Anthony Bourdain. Desaparición, no; es un eufemismo. El cocinero, viajero, presentador y escritor que nos paseó por todo el mundo para enseñarnos diferentes culturas a través de la gastronomía, se suicidó. 

Me enteré de esto en Machuca, un pueblo de escasas 20 casas, una iglesia y un cementerio, que queda cerca de San Pedro de Atacama (Chile). Hacía lo que Bourdain hacía: comer y conocer. Me comía un anticucho de carne de llama y una empanada frita rellena de queso de cabra, mientras aprendía sobre los geysers de la zona. En esas estaba cuando me entró el mensaje por WhatsApp. Lo sentí como si se hubiera muerto un pariente o un amigo.

No conocí a Bourdain pero, como muchas personas en el planeta, lo invitaba a mi hogar con frecuencia. Bastaba con encender en el televisor y ahí estaba. Vivimos sus aventuras por el mundo con No reservations (Sin reservas) y con Parts Unkown (Partes desconocidas) me sentó en un cuchitril de Vietnam para comer fideos y beber cerveza junto a Barack Obama.

A eso se suman sus libros (Confesiones de un chef debería estar en la biblioteca de todo gastrónomo) y los artículos que publicó en diferentes medios. O las notas que sobre él se escribieron. Material suficiente como para sentirlo cercano.

“El Chico malo de la cocina” se ahorcó en un hotel en Francia llevado por una depresión que nadie, al parecer, detectó o tomó en serio. Dos años antes, en un capítulo de Parts Unkown rodado en Buenos Aires, Bourdain le dijo a una psicoanalista que se sentía “terrible”, “solo”, “atrapado”, “sin encontrar su hogar”, “aislado”, “con dificultad para comunicarse” y que a pesar de reconocer que tiene “el mejor trabajo del mundo” era muy infeliz. La doctora se ríe porque, como dice el comediante Gonzalo Valderrama, solemos confundir el humor con la felicidad. 

Cada quien padece la depresión a su modo. En mi caso es querer darme unas vacaciones de mí mismo, tanto en lo físico como en lo mental, porque estoy hastiado de ser yo. Pero como no se puede dejar de ser, pues se cierran cosas adentro, más que todo emociones. Todo con tal de dejar de sentir lo que uno es. Me aíslo.

Entonces afloran esas partes desconocidas para los otros como es querer matarse. ¿Pero cómo voy a pensar en suicidarme si llevo una buena vida (al menos decente)? Porque la lucha interna es agotadora. A veces nos aplastan los ideales de terceros de lo que debe ser vivir y ser feliz.

Luego uno va al psiquiatra y este se ríe. Y te dice que leas güevonadas de autoayuda que se compran en las cajas de los supermercados. Que dejes de escuchar la música que te gusta y que experimentes cosas nuevas para sacudirme de ese “meimportaunculismo” en el que estoy inmerso. Ya anduve ese camino y no resultó bien.

Adriana Villegas escribió la semana pasada sobre la tristeza y el apoyo que encuentra en su familia: “los postes a los que me aferro cuando pasan los huracanes” (https://bit.ly/2GH4KcB). Pero a veces los postes no son suficientes. O el espíritu está tan cansado que quiere dejarse llevar por una brisa insignificante.

El suicidio de Bourdain me golpeó porque me vi reflejado en él y en esa lucha contra unos demonios que no nos abandonan. Lo siento en la condescendencia que usan algunas personas para hablar de la depresión y el suicidio. Con eso me toca lidiar. Y tomarme el medicamento para evitar que salgan esas partes desconocidas.

Este artículo se publicó originalmente en LaPatria.com